Obed o lo que no tiene nombre

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Lic. Jaime García Chávez/ Obed, recuerdo de tiempos bíblicos, hijo de Ruth, padre de Jesé, abuelo de David y pariente de Jesús, según la genealogía. Para nosotros, hoy, una espina clavada en la conciencia de una sociedad que no se atreve a hacer un alto en el camino, voltear hacia atrás y contestar qué hemos hecho. No fue él únicamente, fuimos todos.

El año pasado, a mediados de diciembre, leí la estupenda obra Lo que no tiene nombre, de la colombiana Piedad Bonnett (Alfaguara, México, 2013). Se trata de una obra, breve por sus dimensiones –131 páginas con ágil tipografía–, pero de una hondura estremecedora. Es un texto, a mi juicio, llamado a figurar al lado de los grandes clásicos que han hecho del suicidio el objeto de su narrativa. En esta obra se conjuntan la brillante existencia de una familia culta y rica, la cultura de nuestro tiempo, la plástica, grandes urbes como Nueva York, y la ambientación, rigurosa y sobria, de un personaje joven que se atrevió a levantar la mano contra sí mismo, quizá por una explicación sólo asequible medianamente por la psiquiatría, pero que requiere de todas las ramas que pueden contribuir a excavar en las profundidades de la comunidad humana, la sociedad y el individuo, conceptos que podemos amalgamar indiscriminadamente pero que guardan su propia significación, por más que hoy se les presente en una especie de división que cobra realidad en una esquizofrenia que todo lo toca, que todo lo daña.

Daniel, el personaje suicida de la novela, que se lanzó al vacío desde lo alto de un piso neoyorkino, se formaba en la pintura; aspiraba no a ser un profesional de la misma, porque a los verdaderos artistas plásticos esto no les importa, sino como la vía para aportar y engrandecer el arte. Se recuerda en esa dirección la desgarradora obra de Jenny Saville, Reverse, de estremecedor realismo, porque a través de él, pienso, podemos observar a Obed. Pero aquel suicida también había escuchado una frase que se interponía entre su talante y talento de hombre dedicado a la plástica y lo que en el entorno escuchaba: “Olvídese de la pintura. La pintura ha muerto”.

Quien se adentra en una disciplina bajo esta desgarradora divisa, es obvio que queda atrapado en una especie de mundo sin alternativas, aunque después estas aparezcan y le den viabilidad a la propia vida, la creación y la expresión del más profundo dolor. Mucho antes, el pintor René Magritte supo del suicidio de su madre y luego, con tonalidades surrealistas que lo hicieron famoso, la plasmó en un estupendo cuadro que mueve no sólo al gusto estético, sino a la reflexión profunda, a la meditación, no lo perdamos de vista, de este doloroso fenómeno en nuestra cultura judeo-cristiana, que no es la única, por más que afanosamente se haya construido una centralidad en derredor de la misma.

Homenaje a Mack Sennet (1937). René Magritte.

La novelista hace un repaso de los que murieron siendo jóvenes y notables: el poeta Keats, a los 25; Sylvia Plath, a los 30; Schubert, a los 31; Alejandro Magno, a los 32; Pizarnik, a los 36; en contraste con Márai, que se suicidó a los 88. Ella tilda de dolorosas y escandalizantes esas muertes, pero nos recuerda también que cada día hay cientos de vidas truncadas, así o de cualquier otra manera, y se dice a sí misma, porque Daniel es hijo de Piedad: “La de mi hijo es tan sólo una de esas infinitas muertes”, lo que riñe con una conseja que viene de mucho tiempo atrás, de que aquellos que son queridos por los dioses mueren jóvenes. Es lo que se espera, porque no va a pasar, y luego acontece.

En la óptica está la idea de que “el futuro ya no parecía prometer nada”. Luego viene el consuelo: Daniel, el suicida, “no saltó, sino que voló en busca de su única posible libertad”. ¿Las razones? La escritora las resume en dieciséis frases: por orgullo / por rabia / por miedo / por falta de fe en sí mismo / por valentía / por vergüenza / por cortesía con los demás / por enajenamiento / por desesperanza / por desencanto / por odio a sus propias elecciones / por frustración / por amor a la pintura / por odio a la pintura / por dignidad / por terror al fracaso y porque, como dijo Salman Rushdie, el escritor maldito de los integristas del islam: “La vida debe vivirse hasta que no pueda vivirse más”. Sobre esta idea bordan no pocos clásicos que han hurgado en el suicidio, por más que la escritora inicie las páginas de su obra con la frase de Peter Handke: “…esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”.

Hay ocasiones en que el suicida se aleja de su casa y de su tierra –en Nueva York no se clasifica a la gente–, en parte porque su país o su nación no ofrecen certezas, y en el lugar prometido, se piensa, todo puede ser mejor o más fácil. No es cierto, porque, además, “ningún amor es útil para el que ha decidido matarse”.

Muchas veces he pensado que sucesos dolorosos como el que comento ya no caben, a la hora de interpretarse, en las alternativas que nos presentan los “textos sagrados”, la Biblia entre nosotros. Y hasta mi admirado Dante Alighieri erra en la Divina comedia al aprisionar eternamente a los suicidas en uno de los peores Círculos del infierno, entre vegetales que impiden el caminar por estrechas sendas plagadas de espinas venenosas. Cuando vivimos en una sociedad en la que estas inmolaciones son recurrentes entre rarámuris y jóvenes, por ejemplo, se impone darse a la tarea de desentrañar las causas, a mi juicio, a partir de respetar la libertad del que decide, con toda o parte de la autonomía de su voluntad, dar por concluida su propia vida; además, y quizá sin proponérselo, se convierten en invulnerables, como lo pensó el poeta Borges. Hoy nadie tiene derecho a imponernos un valle de lágrimas.

Los que nos quedamos en nuestra vida, los seres cercanos que ven la pérdida, son –o han de ser– piezas centrales de la reflexión propuesta, sin explicaciones dogmáticas que aportan condenas, emparentándose quizá con un totalitarismo involuntario. Cada quien, en el más aciago momento del dolor, tendrá que quedarse con lo que tiene a la mano para empezar a caminar de nuevo, llámese como se llame: religión o filosofía, ciencia o mística, arte o poesía, y aun la indiferencia que tendrá sus por qué.

Yo me quedo con lo que nos dice Piedad Bonnett:

“Dani, Dani querido, me preguntaste alguna vez si te podría ayudar a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.
Obed ha de quedar en la memoria. No lo olvidemos, porque, como lo dice la autora, citando a uno de los grandes: “El suicida mira hacia atrás, hace un balance, ve su pasado como algo infame”. Así es posible que lo crea, lo piense –conjeturo desde luego–, pero los que se quedan están obligados a mirar hacia atrás, al presente y no nada más en un evanescente futuro, las más de las veces indefinido y siempre irreal porque aún no llega.

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