Lo que no tiene nombre
Jaime García Chávez
A los dramáticos saldos que nos ha dejado la guerra contra el narcotráfico, sus ejecuciones, sus huérfanos y viudas, la impunidad y la ausencia de una política real para hacer frente al narcotráfico, todas las variedades del crimen organizado y el tráfico de órganos, ha sobrevenido la consecuencia lógica de una gran depresión social en la que todo influye sobre todo: la falta de empleo; alternativas en la educación, cultura y deporte; y en general la falta de compromisos auténticos y consecuentes para dar una salida a la crisis en todos los ámbitos. Esto ha derivado en la proliferación de suicidios y homicidios que se cometen con brutal ferocidad y que se constituyen en signos del tiempo que vivimos y de la degradación de la dignidad humana. El valor fundamental de la vida se pisotea y entonces ya todo es posible. Ya no hay límites, y la anomia permea en prácticamente todas las conductas, tanto de los poderosos como de los débiles, de los ricos como de los pobres. El golpe se abate parejo sobre todos, aunque esto no nos debe llevar a un engaño: no a todos les afecta igual.
No salimos de un hecho cuando nos adentramos a otro de perfil más trágico. Los consumidores de periódicos leyeron absortos el secuestro y homicidio del niño Christopher Márquez Alvarado y hoy, eso que fue noticia y con actores en minoría de edad penal, hiede a pasado, que no a historia. La historia es que estamos ante un hecho de mayores dimensiones: llegó a nosotros la noticia de que la señora Janet Aracely Rodríguez Jurado, luego de ultimar a su esposo Manuel Juárez empleando una arma blanca, procedió a horcar a su hijo Maximiliano Juárez, de 1 año, para luego suicidarse. Se habla de una carta póstuma en la que se deplora lo insoportable que resulta la vida. No es un suceso más y mucho menos para reducirse a la página policiaca. Aquí hay un fondo que se debe entender para encarar adecuadamente, sin demagogia por las instituciones del estado y sin estrujantes versiones medievales que recurren al maligno para explicar lo que la ciencia social puede enfocar de mejor manera.
Quienes lean esto que ha acontecido en Chihuahua, han de tener en cuenta que la entidad es puntera a nivel nacional en suicidios, que los mismos van a la alza y que golpean a la juventud y en términos de género a los varones. Se trata de datos duros respaldados por la estadística del INEGI y que tomándolos en cuenta hacen increíble que el desarrollo humano del que tanto se habla no ha llenado a plenitud las expectativas de la sociedad. Incluso este fenómeno nos habla del quiebre de las confesiones religiosas y de la falta de líderes con suficiencia de autoridad para motivar todo aquello que eleve el espíritu humano y lo ponga al margen de esta barbarie atroz en la que estamos.
No se trata de rasgarse las vestiduras, es un asunto que requiere honda comprensión y contemplar al suicidio en la dimensión que desde hace muchos años, ya siglos, la sociología ha estudiado; la novelística ha abordado de manera brillante y la filosofía y la ética también. Por orden, no nos debe ser extraña la obra de Emile Durkheim, la reciente novela de la colombiana Piedad Bonnett, o la obra clásica de Jean Améry, el seudónimo que usó Hans Mayer para huir del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, el que a la postre también se privó de su vida. Desde luego que hay muchos más aportes. Pero la idea al enumerar ese elenco es para deplorar la ligereza con la que se ponen en acción falsas políticas públicas, como las anunciadas recientemente por el gobierno actual bajo el nombre de Plan de Intervencionismo Social, sustentado en una axiología barata que no tiene mayor explicación para la cultura que un manido enfoque de la tradición que habla de valores ancestrales sin definirlos ni demarcar su positividad. Así pagamos el precio de la “consagración”, y se le conceden espacios hasta a Tomasa Rojo, una de las golpeadoras y camorristas del duartismo, que nada tendría qué hacer ahí.
Aún más de fondo, no se le puede paliar con medidas oportunistas y de ocasión, de membrete y para salir del paso, máxime que el suicidio se enmarca en un esquema de libertad como recurso último para librarse de una vida que ya resulta insoportable, aparte de la enorme gama de causalidad que se pueda encontrar en las investigaciones sociales que debieran incrementarse aquí en Chihuahua para comprender y transformar la realidad.
Janet Rodríguez Jurado no habría cometido un homicidio sin más: es evidente que ella quiso acabar con una historia que la ataba a un hombre y a un hijo, y correr con ellos la terrible suerte de encontrar la muerte de propia mano. Podemos decir que probablemente llevó la peor parte: matar para luego matarse, cancelar en lo colectivo inmediato historias de vida que a su juicio ya no tenían por qué continuar. Estaríamos hablando, sin soslayar la aparente contradicción en los términos, de un suicidio del que resultan varios muertos. No quiero forzar los términos, simplemente quiero explicarme el caso.
Siempre que un pariente o un amigo cercano ha optado por el suicidio, he escrito algo que me deje constancia personal. En este caso se trata de una persona que me es absolutamente desconocida, de bajo nivel económico, seguramente ligada a la opresión de la droga, y con todas las penurias que se desprenden de ahí. No tengo mayores datos, pero sí quisiera referirme a dos o tres detalles. Internacionalmente, el tema del suicidio empieza a acaparar espacios, en todos los ámbitos de la reflexión y la creación. En ese contexto me voy a referir a una reciente lectura de la novela Lo que no tiene nombre, de la escritora Piedad Bonnet. Ahí, a lo largo de 130 páginas, de fina escritura, ella narra el suicidio de uno de sus hijos que tenía un porvenir luminoso en el ámbito de la plástica y que padecía un trastorno mental. Habla de lo que no tiene nombre, porque, en efecto, cómo poder explicar plausiblemente que una vida con porvenir se cancele lanzándose de la ventana de un alto edificio neoyorquino. Ahí encontramos frases tan puntuales como: “el futuro ya no parecía prometer nada”, “las muertes sólo tienen la fuerza que los vivos les dan” y “ningún amor es útil para aquel que ha decidido matarse”. Leer esta novela significa la posibilidad de estremecerse hasta los huesos y asomarse a un espacio de libertad que se paga con enorme dolor. Y como se involucra en esto una especie de locura, verse en el espejo de la sociedad, de “el mundo (que) se ha reído siempre de los locos. De Don Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración. ¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?”.
Seguramente a Janet no se le recordará en la condición del Quijote y mucho menos en las carnes del rey de Dinamarca, pero sí será en la fría estadística la risa que esta sociedad tiene para ver la locura y sobre todo la postración humana que provocan hechos estrujantes. Habrá quién cuestione la opción por su carencia de legitimidad, o que justiprecien que una vida indigna se puede truncar. Lo que se requiere es explicar por qué estamos habitados, todos, de este mal.
Visitando a Jean Améry, al que me refiero líneas arriba, no está de más recordar que él consigna en su obra un epígrafe de un notable filósofo que afirmó: “El mundo del hombre feliz es muy diferente al del (hombre) infeliz. De la misma manera, en la muerte, el mundo no cambia, sino que acaba”. Y hay verdad en esto porque, como él mismo dice: “a quien se suicida, a mi juicio, nadie tiene por qué reprocharle nada”. Améry lo dice de mejor manera: “No tendríamos que negarles el respeto que su conducta merece, ni nuestra simpatía, tanto más cuanto nosotros no nos hallamos en una situación precisamente brillante. Somos dignos de compasión, todos somos conscientes de ello. Lloremos en silencio, con la cabeza gacha y con circunspección a quien nos ha dejado en la libertad”.
Y es que ahí estamos todos.
A los dramáticos saldos que nos ha dejado la guerra contra el narcotráfico, sus ejecuciones, sus huérfanos y viudas, la impunidad y la ausencia de una política real para hacer frente al narcotráfico, todas las variedades del crimen organizado y el tráfico de órganos, ha sobrevenido la consecuencia lógica de una gran depresión social en la que todo influye sobre todo: la falta de empleo; alternativas en la educación, cultura y deporte; y en general la falta de compromisos auténticos y consecuentes para dar una salida a la crisis en todos los ámbitos. Esto ha derivado en la proliferación de suicidios y homicidios que se cometen con brutal ferocidad y que se constituyen en signos del tiempo que vivimos y de la degradación de la dignidad humana. El valor fundamental de la vida se pisotea y entonces ya todo es posible. Ya no hay límites, y la anomia permea en prácticamente todas las conductas, tanto de los poderosos como de los débiles, de los ricos como de los pobres. El golpe se abate parejo sobre todos, aunque esto no nos debe llevar a un engaño: no a todos les afecta igual.
No salimos de un hecho cuando nos adentramos a otro de perfil más trágico. Los consumidores de periódicos leyeron absortos el secuestro y homicidio del niño Christopher Márquez Alvarado y hoy, eso que fue noticia y con actores en minoría de edad penal, hiede a pasado, que no a historia. La historia es que estamos ante un hecho de mayores dimensiones: llegó a nosotros la noticia de que la señora Janet Aracely Rodríguez Jurado, luego de ultimar a su esposo Manuel Juárez empleando una arma blanca, procedió a horcar a su hijo Maximiliano Juárez, de 1 año, para luego suicidarse. Se habla de una carta póstuma en la que se deplora lo insoportable que resulta la vida. No es un suceso más y mucho menos para reducirse a la página policiaca. Aquí hay un fondo que se debe entender para encarar adecuadamente, sin demagogia por las instituciones del estado y sin estrujantes versiones medievales que recurren al maligno para explicar lo que la ciencia social puede enfocar de mejor manera.
Quienes lean esto que ha acontecido en Chihuahua, han de tener en cuenta que la entidad es puntera a nivel nacional en suicidios, que los mismos van a la alza y que golpean a la juventud y en términos de género a los varones. Se trata de datos duros respaldados por la estadística del INEGI y que tomándolos en cuenta hacen increíble que el desarrollo humano del que tanto se habla no ha llenado a plenitud las expectativas de la sociedad. Incluso este fenómeno nos habla del quiebre de las confesiones religiosas y de la falta de líderes con suficiencia de autoridad para motivar todo aquello que eleve el espíritu humano y lo ponga al margen de esta barbarie atroz en la que estamos.
No se trata de rasgarse las vestiduras, es un asunto que requiere honda comprensión y contemplar al suicidio en la dimensión que desde hace muchos años, ya siglos, la sociología ha estudiado; la novelística ha abordado de manera brillante y la filosofía y la ética también. Por orden, no nos debe ser extraña la obra de Emile Durkheim, la reciente novela de la colombiana Piedad Bonnett, o la obra clásica de Jean Améry, el seudónimo que usó Hans Mayer para huir del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, el que a la postre también se privó de su vida. Desde luego que hay muchos más aportes. Pero la idea al enumerar ese elenco es para deplorar la ligereza con la que se ponen en acción falsas políticas públicas, como las anunciadas recientemente por el gobierno actual bajo el nombre de Plan de Intervencionismo Social, sustentado en una axiología barata que no tiene mayor explicación para la cultura que un manido enfoque de la tradición que habla de valores ancestrales sin definirlos ni demarcar su positividad. Así pagamos el precio de la “consagración”, y se le conceden espacios hasta a Tomasa Rojo, una de las golpeadoras y camorristas del duartismo, que nada tendría qué hacer ahí.
Aún más de fondo, no se le puede paliar con medidas oportunistas y de ocasión, de membrete y para salir del paso, máxime que el suicidio se enmarca en un esquema de libertad como recurso último para librarse de una vida que ya resulta insoportable, aparte de la enorme gama de causalidad que se pueda encontrar en las investigaciones sociales que debieran incrementarse aquí en Chihuahua para comprender y transformar la realidad.
Janet Rodríguez Jurado no habría cometido un homicidio sin más: es evidente que ella quiso acabar con una historia que la ataba a un hombre y a un hijo, y correr con ellos la terrible suerte de encontrar la muerte de propia mano. Podemos decir que probablemente llevó la peor parte: matar para luego matarse, cancelar en lo colectivo inmediato historias de vida que a su juicio ya no tenían por qué continuar. Estaríamos hablando, sin soslayar la aparente contradicción en los términos, de un suicidio del que resultan varios muertos. No quiero forzar los términos, simplemente quiero explicarme el caso.
Siempre que un pariente o un amigo cercano ha optado por el suicidio, he escrito algo que me deje constancia personal. En este caso se trata de una persona que me es absolutamente desconocida, de bajo nivel económico, seguramente ligada a la opresión de la droga, y con todas las penurias que se desprenden de ahí. No tengo mayores datos, pero sí quisiera referirme a dos o tres detalles. Internacionalmente, el tema del suicidio empieza a acaparar espacios, en todos los ámbitos de la reflexión y la creación. En ese contexto me voy a referir a una reciente lectura de la novela Lo que no tiene nombre, de la escritora Piedad Bonnet. Ahí, a lo largo de 130 páginas, de fina escritura, ella narra el suicidio de uno de sus hijos que tenía un porvenir luminoso en el ámbito de la plástica y que padecía un trastorno mental. Habla de lo que no tiene nombre, porque, en efecto, cómo poder explicar plausiblemente que una vida con porvenir se cancele lanzándose de la ventana de un alto edificio neoyorquino. Ahí encontramos frases tan puntuales como: “el futuro ya no parecía prometer nada”, “las muertes sólo tienen la fuerza que los vivos les dan” y “ningún amor es útil para aquel que ha decidido matarse”. Leer esta novela significa la posibilidad de estremecerse hasta los huesos y asomarse a un espacio de libertad que se paga con enorme dolor. Y como se involucra en esto una especie de locura, verse en el espejo de la sociedad, de “el mundo (que) se ha reído siempre de los locos. De Don Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración. ¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?”.
Seguramente a Janet no se le recordará en la condición del Quijote y mucho menos en las carnes del rey de Dinamarca, pero sí será en la fría estadística la risa que esta sociedad tiene para ver la locura y sobre todo la postración humana que provocan hechos estrujantes. Habrá quién cuestione la opción por su carencia de legitimidad, o que justiprecien que una vida indigna se puede truncar. Lo que se requiere es explicar por qué estamos habitados, todos, de este mal.
Visitando a Jean Améry, al que me refiero líneas arriba, no está de más recordar que él consigna en su obra un epígrafe de un notable filósofo que afirmó: “El mundo del hombre feliz es muy diferente al del (hombre) infeliz. De la misma manera, en la muerte, el mundo no cambia, sino que acaba”. Y hay verdad en esto porque, como él mismo dice: “a quien se suicida, a mi juicio, nadie tiene por qué reprocharle nada”. Améry lo dice de mejor manera: “No tendríamos que negarles el respeto que su conducta merece, ni nuestra simpatía, tanto más cuanto nosotros no nos hallamos en una situación precisamente brillante. Somos dignos de compasión, todos somos conscientes de ello. Lloremos en silencio, con la cabeza gacha y con circunspección a quien nos ha dejado en la libertad”.
Y es que ahí estamos todos.
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