Lo que de veras falta en Chihuahua.
Víctor Quintana Silveyra
Marcelino se dirigió por segunda vez al gobernador Duarte. Claro y directo, como lo abordó en la visita del mandatario a la UACH hace algunos meses. Con respeto, pero con firmeza le espetó: “La justicia llega, tarde, pero llega. Usted tiene endeudado a Chihuahua y tiene empeñado el futuro de los jóvenes”.
El gobernador no tuvo otra respuesta que el insulto: “Eres un loco, no sabes de lo que hablas, estás envenenado…”
Minutos después cuatro guardaespaldas del mandatario, protegidos por agentes de la Secretaría de Gobierno y policías estatales, alcanzaron a Marcelino, estudiante de 23 años, y empezaron a jalonearlo y a golpearlo. “Tienes que ir a disculparte con el Señor Gobernador”, le decían, muy preocupados por las buenas maneras. También jalonearon a varias militantes de MORENA que impidieron que se llevaran al joven Secretario de Comunicación del Comité Ejecutivo Estatal.
El video en que Marcelino increpa a César Duarte lleva ya miles de visitas, lo mismo que varias notas periodísticas que lograron escapar a la censura ejercida por el Gobierno del Estado y a la autocensura de los comunicadores timoratos. Es natural que la gente se interese en este tipo de hechos: lo que Marcelino ha demostrado es algo muy escaso en Chihuahua y en México: valor civil.
Aunque no faltan las voces que critican la acción de Marcelino, algunas por considerarla insolente, otras impertinente y otras más, temeraria, es indudable que se necesitan más actos como éste para ir terminando con el régimen de corrupción, impunidad y ostentación que nos aqueja. Ése que muy certeramente ha bautizado Ricardo Raphael como el Mirreynato.
Los mirreyes en México, ya sea por su poder económico, ya sea por su poder político, están muy acostumbrados a que se les rinda pleitesía, a que la gente evite proferir cualquier crítica ante ellos. La única reacción permitida ante su presencia es el aplauso, la adulación, la caravana. Este país tiene un insoportable grado de tolerancia ante las conductas predatorias, corruptas o francamente delincuenciales de políticos, potentados, narcotraficantes, ricos instantáneos, etc.
Por miedo, por urbanidad, o por una civilidad política pésimamente entendidas, mucha gente se calla, baja la cabeza, saluda a los hombres del poder económico o político más cuestionados por la opinión pública. No se les toca ni con el pétalo de una mirada inquisitiva. No sólo eso: acuden a sus fiestas, les mandan regalos, los invitan a sus exclusivos clubes, se dejan tomar fotos con ellos. No hay ninguna una sanción social a quien hace mal uso del poder o maneja riquezas de clara procedencia ilícita. A veces sucede exactamente lo contrario: hay una competencia por ostentarse como amigos de ellos.
Hay una hipocresía colectiva en este aspecto. Tal vez inconsciente, pero eficaz. Son muchas las voces que en tertulias, charlas de café, sobremesas, encuentros casuales señalan muy diversos hechos de corrupción en el Gobierno del Estado. No son pocas incluso las que en lo privado felicitan a quienes los denuncian públicamente. Sin embargo, llegado el momento, son más quienes callan: unos tienen miedo de perder el empleo, otros, el contrato, unos más, la relación social, la palanca. Por eso es admirable lo que Marcelino ha hecho ya dos veces, él, un joven universitario sin influencias, sin más defensas que su valentía, su honestidad y la solidaridad de quienes lo queremos.
Nuestra sociedad no podrá expulsar de ella la corrupción y la impunidad si no se convierte en un “ethos colectivo”, es decir, en una manera de actuar de nuestra colectividad, el expresar públicamente nuestro desacuerdo con las conductas que nos dañan, que violan la legalidad. Antes que los sistemas anticorrupción, ahora tan propagandizados por los candidatos, es necesario establecer un fuerte sistema de regulación social, de sanción social cotidiana, desde abajo, a las élites corruptas y prepotentes. Es necesario que con sus actos, con sus gestos, con sus interpelaciones, la ciudadanía haga pagar altos costos a quienes abusan el poder y atropellan el estado de derecho.
Chihuahua y México serán democráticos sólo en la medida en que en todos los espacios, en todos los momentos, haya uno, dos, muchos marcelinos y marcelinas que le digan su verdad a los mirreyes. Habrá guaruras para golpear a uno, dos o tres ciudadanos valientes, pero no para contener a una masa crítica de personas conscientes.
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