La energía limpia que envenena a los indígenas canadienses


El mundo está plagado de medias verdades. Pongamos un par de ejemplos. En la lista de “energías limpias” que se mencionan como alternativa a los combustibles fósiles aparece la hidroeléctrica. Sin embargo, las empresas que construyen esas centrales y los gobiernos que las autorizan no suelen señalar las consecuencias sobre los ecosistemas y las poblaciones locales, en especial si se trata de comunidades indígenas.
Algo similar ocurre con la renovada reputación de Canadá. El encantador primer ministro Justin Trudeau, en el poder desde 2015, ha transformado el discurso del pasado gobierno conservador. Y si nos dejamos seducir por sus promesas y sus selfies, creeremos que el país norteamericano lidera la lucha contra el cambio climático. El joven político también se ha presentado como amigo de los pueblos autóctonos, dispuesto a cambiar una historia de torcidas relaciones con Ottawa.
Canadá atesora el 7 por ciento de las reservas mundiales de agua potable. Esa enorme riqueza ha disparado el interés por invertir en el desarrollo hidroeléctrico. De acuerdo con un reporte publicado por la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard, 22 proyectos de este tipo podrían concretarse en el futuro próximo. El problema es que esa expansión amenaza con envenenar con metilmercurio a familias indígenas cuya subsistencia ha dependido durante generaciones de la salvaguarda de ríos y lagos.


En rigor, el boom de la hidroelectricidad solo permuta el nombre del recurso natural. Durante siglos a las llamadas Primera Naciones les han arrebatado o han cedido el control sobre las minas de carbón, los yacimientos de petróleo, la madera de los infinitos bosques boreales y hasta sus propias existencias. ¿Por qué entonces el actual gobierno debería tratar de otra manera a los habitantes originarios de Canadá?

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