2 de octubre: la encrucijada


Jaime García Chávez

Cuarenta y cinco años después del 2 de octubre de 1968, nos llevan a pensar en muchísimas cosas.Los que participamos en el movimiento estudiantil popular, habremos de reconocernos en el lugar donde nos encontramos haciendo el balance de los últimos y propios años, pero eso es insignificante. Más conveniente es con este corte numérico preguntarnos qué vive y qué muere de esta fecha. Sin duda está vivo el reclamo de la masacre y la exigencia de que nunca más vuelvan a suceder crímenes de esta magnitud y que además queden impunes. En el cono sur las transiciones democráticas han ido a fondo cuando han condenado a los artífices de la barbarie que se desató luego de los golpes de Estado, como en Argentina, contrastando con nuestra deplorable circunstancia de que no pudimos sentar en el banquillo de los acusados a los criminales Díaz Ordaz y Luis Echeverría. Al primero porque se cubrió hasta el último de sus días con el manto del autoritarismo reinante, pero el segundo, que vive aún, lo hace como si nunca hubiera sido cerebro y ejecutor de aquella masacre a la que luego se sumó la del 10 de junio de 1971, ya siendo él presidente de la república y que desató circunstancias favorables para la ultraizquierda y la guerrilla. En otras palabras, la amnesia no nos ha ganado y eso es importante.

Vive también el tener a 1968 como un año de ruptura, no nada más en México sino en el mundo entero. Habiendo concluido la Segunda Guerra Mundial en 1945, la juventud de la posguerra se levantó en pos de un mundo nuevo y diferente, rebelde a un tiempo con la prosperidad capitalista que hacía la guerra en muchas parte del orbe, pero también descreída del paraíso que nos prometieron Lenin, Trotsky y Stalin, apoyados en el aprovechamiento de un marxismo al que ni por asomo le tenían fidelidad. La juventud fue por la patria y se ganó el derecho a la ciudadanía activa y aquí en México desató la ira contra la represión sistemática y permanente, contra el esquema de tener en la universidad simples apéndices del Estado y su partido, el PRI, y cuando se reclamaron las libertades democráticas, la libertad de Demetrio Vallejo y Valentín Campa, figuras emblemáticas de los presos políticos, en esencia a lo que se aspiraba era a la construcción de una nueva república democrática, aunque todo esto estuviera enmarañado en diversas retóricas, de acuerdo a las lecturas de los grandes pensadores de la época y de los grandes libertarios del siglo XIX. Esa ruptura dio inicio a un complejo proceso transicional hacia la democracia que no tan sólo no acaba de madurar para ofrecer sus frutos, sino que se ha malogrado. Rompimos, sí, pero nuestras banderas fundamentales permanecen sin prodigar sus mejores frutos. Es difícil abordar este tema en tan breve espacio, más aún si mi propósito es referirme a lo que vimos en este 45 aniversario.

Desperdigadas en muchas ciudades del país, hubo demostraciones para abonar al recuerdo permanente de la represión impune. En Francia algunas mujeres se expresaron con los senos al aire. Con diversos enfoques algunos actos fueron al rescate de la historia para buscar aliento en los años que vienen; de alguna manera el acto convocado por los históricos en la Ciudad de México tiene, a mi juicio, ese aroma, pero un nuevo actor se empieza a apoderar de la escena y nos recuerda la intifada y la revuelta callejera contra todo lo que se mueva en la casa de enfrente, del Estado, emblematizado por los omnipresentes granaderos con sus cascos, escudos, en fin, con el equipo y la indumentaria que los caracteriza. A los primeros ya se les conoce como “los anarquistas”, los segundos prevalecen con sus nombres: las tiras, granaderos, y si me apuran un poco, en el lenguaje de los radicales, los agentes del orden burgués. Surgen muchos temas del simple enunciado de esto y quiero empezar con dos: el papel de la violencia y el del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado.

Los llaman anarquistas más empleando una etiqueta clasificatoria para denostar. ¿Qué tan cerca o qué tan lejos están estos jóvenes de profesar una ética empírica como el anarquismo que desprecia todo lo normativo, llámese Dios o el Estado? Es algo que nadie sabe. Lo que asociamos al epíteto es que son jóvenes que se paran frente a la policía, riñen con ella, les disparan proyectiles y bombas incendiarias, en una lucha que de antemano se sabe perdida y que pareciera buscar accionar un engrane bajo la lógica de que a mayor represión, más mártires, la conciencia crece y la revolución se hace. Eso no existe ni en la obra de Los miserables de Víctor Hugo y sus múltiples representaciones teatrales y cinematográficas.

Es más: esos enfrentamientos caminan a contrapelo del movimiento estudiantil del 68, digamos por ejemplo la Gran Marcha del Silencio, que encabezó el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra. Acciones como esta última generan de manera instantánea un enorme consenso social. Las otras el escepticismo, el nihilismo, el abono a que va la vida en ofrenda para una comunidad que se va a irrigar con sangre para que florezca la sociedad deseada en el futuro. Esto no quiere decir que este estado de ánimo y esta violencia no tengan una significación específica que hay que estudiar desde la perspectiva política. Atrás de ella está la existencia de un Estado democrático que no ha sido capaz de ponerse a la altura de los grandes intereses nacionales y un sistema de partidos carcomido y que no representa a la ciudadanía de a pie; también está el malestar con la cultura, con los medios y lo que se quiera agregar. Ese telón de fondo lo tenemos todos y lo vemos de frente. El problema es cómo transformarlo.

Si a mi me preguntaran, a cuarenta y cinco años del gobierno de Díaz Ordaz, si deseo que Peña Nieto se vaya, contestaría que sí, porque no creo en la democracia que lo llevó a la Presidencia ni en lo que hace hoy con ese puesto. Pero son deseos y en política cuando no se vertebra la propuesta, no se pasa más allá de ese deseo y quien crea que lanzando una bomba molotov hoy, ocultando su cara, calándose una gorra verde olivo con una estrella roja de cinco puntas lo va a lograr, también se encuentra en el ámbito de los deseos, aunque corra más riesgos, aparentemente, y los acreciente para los demás.

En una sociedad democrática que le dé cabida a todos con la diversidad que tiene este país, el Estado siempre se verá ante la tesitura de cómo emplear el uso legítimo de la fuerza, en qué proporción, más si el escenario al que me refiero está caracterizado por la presencia de un gobierno de extracción de izquierda como el de Miguel Ángel Mancera. Si realizáramos un contraste, lo que sucedió hace algunos días de haberse presentado 45 años ha, la metralla hubiera sido la respuesta. Hoy no, mientras algunos porfían de que su violencia revolucionaria es legítima, los otros, las fuerzas del orden, no han caído en el juego, y el problema es por cuánto tiempo se pueden mantener en ese estado.

Cuarenta y cinco años después del 2 de octubre tengo para mí claro lo que nos falta, lo que no significa que es sencillo lograr: definir la democracia que queremos, el Estado al que queremos acceder, la reorientación con justicia del destino que se le da a la riqueza social y hacerlo sin desatar la violencia. No se trata en lo más mínimo de recurrir al expediente biologicista de que son los jóvenes con su energía los que están en la refriega callejera porque pueden hacerlo y porque en esencia no hay izquierda; se trata, como diría el presidente Allende, de abrirle grandes alamedas a las libertades y a la democracia. Creo que a esa perspectiva, que fue la que abrió el histórico movimiento de 1968, se le es infiel cuando se toma el derrotero a que ya nos acostumbran los medios de comunicación de manera perversa y que podríamos llamar la intifada mexicana.

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