Los Iconoclastas de la Chichimeca


Aquí y Ahora/Jaime García Chávez

La burocracia chihuahuense padece de una especie de enfermedad iconoclasta que se caracteriza por la remoción de la estatuaria.
Durante un gobierno se instalan y en el siguiente las reubican sin razón alguna, o cuando menos explicación plausible. No hace mucho y con motivo de la corrupta construcción de las instalaciones de la Feria de Santa Rita, la estatua del Vaquero, instalada en la carretera a Aldama, de pronto cambió de residencia. En esta ocasión no vimos a Patricio Martínez tirarse al suelo para protegerla como en los tiempos en que era presidente municipal Gustavo Ramos Becerra y el Vaquero hace camping en otro sitio. Hoy les tocó el turno a José Fuentes Mares y al general Rodrigo M. Quevedo. Al historiador y filósofo le buscaron acomodo en otra parte, no obstante que un lado de la Quinta Gameros está lo que se llama el Rincón del Filósofo, y además en este museo un sitio en su recuerdo. De todas maneras lo desahuciaron lanzándolo de su casa, a alguna bodega, y sin sentido alguno. Es lamentable que nadie haya dicho nada; el ICHICULT. ya sabemos, es mudo en estas cosas, pero hay otras voces que ahora simplemente callaron.
Rodrigo M. Quevedo fue llevado al bronce durante los primeros años del gobierno de José Reyes Baeza; entonces era diputado local y me opuse a la estatua misma porque la juzgué inmerecida, posición que conservo hasta ahora. Los Quevedo empezaron su periplo político como magonistas y por esas transformaciones de las personalidades de la revolución mexicana, Rodrigo llegó a ser un hombre importante en la política local y nacional, olvidándose por supuesto de la orientación progresista a la que dio aliento su tocayo Ricardo Flores Magón y otros que no viene al caso mencionar. Pues bien, Quevedo llegó al cargo de gobernador del estado de Chihuahua y se convirtió en uno de los caciques propios de la época –los que a su tiempo barrió Lázaro Cárdenas– y como tal abrió una etapa de abuso descomunal del que da cuenta un famoso corrido de Mariana Ahedo (Graciela Olmos, La Bandida), con quien fundó un negocio en Juárez para traficar whisky a Estados Unidos, especialmente a las mafias de Chicago que en esa época controlaba el mismísimo Al Capone. Era un hombre que ejerció un poder despótico, unipersonal, militarista; que lo mismo desterraba que practicaba el abigeato y amenazaba a los periodistas de una manera hoy poco recordada, pero no por ello carente de ser un agravio. Sin embargo fue un cacique con suerte, quizás de los únicos que se salvaron de la defenestración cardenista, pues si bien lo sacaron de la escena local haciéndolo jefe de una zona militar importante, aledaña al Distrito Federal, de todas maneras dejó sembrado su grupo del que Teófilo Borunda, con el tiempo, también se convirtió en gobernador del estado.
Cuando me opuse fue por una razón: era presumible que Rodrigo M. Quevedo había asesinado al senador Ángel Posada en el vestíbulo del hotel Kopper de Ciudad Juárez, como para que el Congreso se sumara a un homenaje a un oscuro personaje asesino de un miembro del Congreso de la Unión y candidato a la gubernatura del estado de Chihuahua. Entonces recordé en tribuna el famoso corrido que da cuenta de un general que lo mismo robaba elotes y gallinas, vacas y doncellas. Hasta donde se sabe, la estatua será removida del lugar en el que se instaló hace seis o siete años para ponerlo a la entrada del Teatro de los Héroes, rubricando el amor que este gobierno por la más exquisita de las culturas. Por ahora, esperando una segunda develación, la estatua luce cubierta con tétrico hule. Creo que así debiera permanecer.

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