La enajenación del líder


Jaime García Chávez

Quizás era un juego. En Chihuahua, durante la década de los sesenta, y por un periodo de diez años, quisimos hacer la revolución. En consecuencia, las preocupaciones por la organización, el partido o la guerrilla, los movimientos sociales, la teoría y los problemas de liderazgo –con toda la ambigüedad que esta palabra pueda tener–, se pusieron a la orden del día en un numeroso grupo de hombres y mujeres, por aquellos años estudiantes de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Leer y estudiar, polemizar y debatir, fueron un ejercicio, si no cotidiano al menos sí recurrente. 
En las páginas del periódico El Martillo y en no pocos documentos redactados ex profeso para un tema, están los testigos –seguramente no mudos–, de esa etapa tan rica como inexplorada por los historiadores. Nuestras lecturas obligadas iban de Marx a Lenin y Trotsky. Cuanto manual guerrillero caía en nuestras manos, era leído de inmediato, y así hojeamos a Guevara –que no se queda de ninguna manera en una simple técnica–, a Mao Tse-Tung, hoy llamado “Mao Zedong”, Võ Nguyên Giáp, y hasta el mismísimo Marighella mereció atención. Libros como “Qué hacer”, “Un paso adelante, dos pasos atrás”, del líder ruso Nicolás Lenin, cobraban para algunos carácter bíblico, pero no dejaban de ser lecturas sesgadas porque jamás podíamos asomarnos a sus contrapartes, portadores también de valiosos argumentos, como en el caso de Rosa Luxemburgo. 
Deseo narrar cómo llegó un libro a mis manos, comprado en el Futurama de la avenida Universidad de la ciudad de Chihuahua, y que me marcó prácticamente para siempre: se trata de “La enajenación del hombre moderno”, de Fritz Pappenheim, dado a la estampa por la entonces naciente Editorial Era y que lo divulgó a partir de 1965 en la traducción de Werner May y revisada por el tabasqueño Enrique González Pedrero, que luego se convirtió en gobernador de su estado y de alguna manera ejerció un primer padrinazgo sobre el actual presidente mexicano. Desde luego la obra poco o nada tiene que ver con los temas de organización y liderazgo en estricto sentido, pero es de mayor riqueza y sí examina el papel de las figuras históricas que habían logrado jalonar la historia, como Alejandro Magno, Julio César o Napoleón. Esto me llevó a hacer un ejercicio de vidas paralelas entre estos personajes y los que habían realizado tres revoluciones: la rusa con Lenin, la china con Mao, la cubana con Castro. Era ineludible hacerlo; después me di cuenta del porqué en las palabras del historiador E.H. Carr: “Nada tiene más éxito que el éxito”. Y si en Rusia, China o Cuba se había hecho una revolución, consecuentemente los hechos favorecían su experiencia como para repetirla paso a paso. Error. 
Pappenheim, luego de examinar las valiosas enseñanzas de Max Weber a la hora precisa de la caída del imperio y la monarquía alemanas y la inminente insurgencia de la fallida República de Weimar, afirma lo siguiente que me permito citar, no obstante el la extensión del texto: 
“El nuestro no es el primer periodo que presenta la tragedia en las vidas de grandes dirigentes y estadistas. Hace más de cien años, Hegel describió el destino de quienes, elegidos por la historia como ejecutores de su voluntad, cumplieron la tarea para la cual habían sido destinados: ‘Alcanzado el fin, semejan cáscaras vacías, que caen al suelo. Quizá les ha resultado amargo el llevar a cabo su fin, y en el momento en que lo han conseguido o han muerto jóvenes, como Alejandro; o han sido asesinados, como Julio César; o deportados, como Napoleón’. Hegel subrayó el infortunio del dirigente político ‘después’ de haber cumplido su misión. Hoy estamos enterados de que aún en los días en que el dirigente se encuentra todavía en medio de sus luchas, sufre el destino infeliz del hombre enajenado”.
Precisa el autor que estos hombres en una posición de poder tienen una gran dificultad para ser ellos mismos. Este es un problema que tiene que ver con nuestra historia, en la esfera global y nacional. Quién recuerda ahora a Lech Walesa, quién a Vicente Fox. El primero encaró y venció al comunismo en Polonia; el segundo echó por primera vez por la puerta trasera al PRI. Son cáscaras vacías que cayeron al suelo.
La transición mexicana a la democracia, aparte de acompasada en el tiempo, se ha realizado apegándose a cartabones que no resultan los más convenientes con un compromiso real con la democracia y la vitalidad que los ciudadanos y sus derechos han de tener en ella. Hoy deambulamos entre una propuesta de una transformación a la que se le pone un número ordinal, olvidando que entre 1821 y estos años ha habido transformaciones que llegaron para quedarse, en la cultura, en la economía, en la presencia de la “patria de la juventud”, que se lanzó al ruedo en 1968; en las luchas de las mujeres, que día a día conquistan espacios; en la recepción de los derechos humanos y un garantismo que si bien tropieza no pocas veces con los propios aparatos de justicia, se abre paso al redoble del tambor de la sociedad, cansada del abuso, del agravio, la opacidad, la confusión entre lo público y lo privado y la imposición de una visión histórica que no se sostiene. Faltan, y están en el horizonte, las disputas en favor del mundo del trabajo asalariado. En el corazón de esto está el “cómo” se aborda el liderazgo, en especial quien lo detenta al frente del Estado.
México, en este tiempo, reclama un liderazgo democrático en el Estado, apegado a la Constitución, con la legalidad en la mano, construyendo consensos sin renunciar a conflictos y contradicciones, como lo propuso Lombardo Toledano cuando nos habló del “fiel de la balanza” de lo estatal. He ahí algunas de las pocas maneras de desterrar el capricho y el patrimonialismo. El Estado no puede estar todos los días fijando la agenda porque eso no da espacio a la construcción de ciudadanía; al contrario, es colonizarla.
Salta a la vista de todos que hay lecciones ineludibles, de experiencias históricas que por trágicas aún se recuerdan. Si Hitler decía que un varón era mujer, se tenía que creer y aceptar. Este y otros recuerdos se pueden leer en obras como la de Andrew Roberts, “Hitler y Churchill, los secretos del liderazgo”, y conviene recuperar algunas otras líneas de este autor. Recurriendo al ejemplo de ambos líderes, vemos cómo Roberts demostró que Churchill se destacó en el diálogo y la conversación, “pues se habría cansado muy pronto de los oyentes mudos, devotos e incondicionales a los que Hitler les daba preferencia”. No tiene desperdicio esta afirmación del autor: “Los líderes verdaderamente grandes comprenden hasta qué punto es vital escuchar a las personas que se muestran en desacuerdo con ellos”. En la diversidad de estos modelos se encuentra una moraleja que no hay que perder de vista: “Tras conocer a Hitler, la gente se quedaba con la sensación de que él, el Führer, podía lograr cualquier cosa. Cuando alguien conocía a Churchill sentía que era uno mismo quien era capaz de todo. La inspiración genuina es más poderosa que el carisma creado artificialmente”. La historia, se sabe: Inglaterra ejerció el liderazgo inicial y más complicado, que condujo a la derrota del nazismo y al desenlace de la Segunda Guerra Mundial contra la barbarie totalitaria de los matones de Hitler. 
En el mundo está en crisis el neoliberalismo, lo que no quiere decir que necesariamente esté en retroceso o haya perdido sus fortalezas en la era Trump. En México, en particular, como sucedió en Estados Unidos, y así lo afirma Isaiah Berlin –no pocas veces denostado desde la izquierda–, la fe impuesta en los empresarios como salvadores se hizo trizas, luego un nuevo liderazgo estatal debe encontrar las alternativas, y no hay otra forma que hacerlo bajo un modelo democrático, realmente democrático. Adentrarnos en una política de adversarios en la que el triunfador es el que destruye al otro, es no darse cuenta que todos quedarán en ruinas, hechos cenizas, abriéndole las puertas a las reencarnaciones del viejo nazi-fascismo de entreguerras durante la primera mitad del siglo XX. Bolsonaro, desde Brasil, es un presagio, y no debemos permitir que en el futuro mexicano asumirse de izquierda pase a ser una ignominia. 
Un antídoto –desde luego no el único– es obligar a nuestros liderazgos a asumir las responsabilidades para las cuales fueron electos. No es el caso de vendernos de contrabando una concepción heroica de la historia en la que el líder todos los días nos dice que “no nos va a fallar”, cuando lo que necesitamos son instituciones democráticas, actuantes, y desde luego muchos ciudadanos, muchas ciudadanas. Aquí sí que no hay más ruta.
Fue un juego, quizás, pero al emprenderlo vimos de todo: el surgimiento de líderes patrimonialistas que se apoderaron de los movimientos sociales, organizaciones de masas que no se decidieron a una vida democrática con cauces electorales y le abrieron las puertas al panismo que hoy es una tragedia para Chihuahua en la persona de Javier Corral. 
Y, en el apego a modelos importados artificialmente, se empedró el camino que llevó a muchos jóvenes –hombres y mujeres– a la tortura, la desaparición, la muerte y el cementerio. En algunos casos al martirologio que aún inspira a una congruencia y a nuevas búsquedas, no a tormentosas reediciones. Lo que está fuera de duda es que hay que poner cortapisas y críticas y diques portentosos a los liderazgos, que aunque retóricamente lo nieguen, se han enajenado y pueden, en medio de esas condiciones, causar estropicios sin fin. Hacer historia es comprenderla.

0 comentarios:

Copyright © 2013 Aquí y ahora and Blogger Templates - Anime OST.