Pedro Martín Lago
En estos días navideños estamos recibiendo mensajes felices. Familiares y amigos nos exhortan a la felicidad. "Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo", se oye por todas partes. Nada mal para una sociedad como la nuestra siempre a vueltas con la felicidad, o su contrario, la infelicidad.
Todo el mundo desea ser feliz. Lo dice Sócrates, el Dalai Lama y hasta una conocida marca de refrescos que ha logrado recuperar su imagen gracias a una estrategia basada en la "felicidad". Pero quizá nadie sepa lo que es la felicidad. Lo advierte Aristóteles en su Ética a Eudemo: "Los hombres, por mucho que investiguen, no aciertan a ver en qué consiste la felicidad". Y cuando dan con ella no parece que permanezcan en ella. Porque su estado no es duradero: es un instante. El epitafio de Abderramán III va en esta perspectiva: "Goberné durante muchos años. Fui amado por mis amigos y temido por mis enemigos. Conté los días que fui feliz: siete".
La felicidad, continúa esta vez un joven poeta francés, Jules Laforgue, no tiene presente. Tampoco parece que sea un programa que podamos descargarlo de internet. Y mucho menos capturarla. La Felicidad, escribe mi amigo Luna Cárdenas, "no tiene recetas pues, cada quien la cocina con su propia sazón". La felicidad no da felicidad, he oído decir a otros moralistas. Acaso ni siquiera exista. Si entras por la puerta de su casa ella sale inmediatamente por la ventana. Por eso siempre andamos a vueltas con ella.
Los griegos pensaban que todos los hombres querían ser eudaimones: "irle a uno bien en la vida". Por esoel Cáliclessocrático defiende la vida placentera, el deseo de tener y la satisfacción sin freno de las pasiones. Sócrates se le opone con su ideal ético del orden y la moderación. Llega a suponer que la felicidad es posible incluso en medio de una terrible adversidad y nos avisa de que nunca es uno tan feliz ni tan desgraciado como se imagina.
A mí me gusta particularmente cómo la entiende Aristóteles. El secreto de la felicidad estriba en la vida contemplativa y esta sólo es posible cuando queda algo "de divino" en el hombre. (El excelente argumento de fondo es que en Grecia se nos emparenta con los dioses: "anthropon", no como en Roma que se nos hace barro: "humus"). Ahora bien, continúa el filósofo, la vida buena, aun viviendo de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros, exige una serie de condiciones económicas ymaterialessin las cuales no es posible la plena realización de la persona.
Aristóteles es muy actual. Para vivir una buena vida, al menos en nuestra sociedad del siglo XXI, un hombre necesita una serie de requisitos imprescindibles que incluirían una buena educación, amigos, un trabajo interesante que le proporcione un beneficio económico, un hogar, buena salud y seguramente un sentido que dar a su vida. Casi todas estas cosas, en varios grados, dependen de los demás miembros de la comunidad y es responsabilidad muy directa de los políticos, pero a los políticos no se les puede pedir que nos hagan felices. No es su cometido. Nos basta con que no nos hagan desgraciados que es cosa que sí pueden lograr fácilmente. Dejemos pues el asunto y no levantemos frailes de siesta.
El amor es también la razón de la felicidad. Todo ser enamorado dice ser feliz (B. Russell). Con todo, se podría alegar que el anhelo de ser feliz no es, no puede ser, la única orientación en la vida. Muchos hombres tienen la idea de que hay que sacrificar la felicidad personal en favor del cumplimiento de un deber trascendente. Hay personas que deciden orientar su vida a la realización de un fin supra-personal como la filosofía, la ciencia o el arte. Estoy pensando ahora en un filósofo que estuvo muy de moda hace unos años: Ludwig Wittgenstein. El anotó esta perlallena de obviedad: "El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices"y el sólo se propuso igualarlo: repartió su fortunaentre los necesitados.
Es muy difícil establecer la vida buena o feliz. Hace dos mil quinientos años lo intentó Platón y hasta podríamos pensar que lo dejó resuelto, pero a lo que se ve, no hemos hecho ningún caso. En una versión anticipada a la obra de W. Tolken, "El señor de los anillos", Platón nos cuenta la historia de Gigues, un pastor que encuentra un anillo mágico que tiene la virtualidad de hacer invisible a su dueño cada vez que éste lo desea. Al pastor le faltó el tiempo para perpetrar todo tipo de fechorías: escuchar las conversaciones de los otros, entrar en la corte, seducir a la reina, asesinar al rey y,con la ayuda del anillo,hacerse con el gobierno del país. Sin duda el comportamiento del pastor Gigues no es del todo cabal, pero lo peor de esta historia es su presunción adicional.
Usted no debería ponerse estupendo porque si usted estuviera en su lugar, imagínese, poder entrar en las casas ajenas, acostarse con las mujeres que prefiriera, apropiarse de sus bienes, matar a unos y liberar a otros -le aseguro que los ejemplos son del mismísimo Platón- no haría nada diferente de lo que hace el pastor del cuento. Aún más, si no lo hiciera, sencillamente parecería usted tonto ante los demás. (Así lo sostiene Platón).
Pero Platón rectifica. Todo esto ocurre por nuestro modo indebido de vivir. Si viviéramos en una ciudad justa, plena, perfecta, cualquier buhonero que llegara a la ciudad, cargado de anillos, por muy milagrosos que fueran, nadie le daría un céntimo por ellos. Deberíamos esforzarnos en hacer un mundo mejor en lugar de buscar salidas individuales, de manera que en la sociedad "el hermano ayude al hermano". Para eso escribe Platón su utopía.
Desde entonces no hemos parado. Los autores de utopías han dibujado sus sueños en la historia y algunos han resultado reveladores interviniendo en ella como estimulantes. Por eso creemos que la partida no está perdida. Hay quienes la llevan a la práctica cotidiana. Hace poco la prensa daba la noticia de una señora que se presentó en las dependencias de la Policía Nacional y entregó un décimo millonario que se había encontrado en la calle. El dinero no le pertenecía. "Claro, aclaró la mujer, si el premio no me correspondía cómo me iba a quedar yo con él". Por ahí, por ahíva la historia de la felicidad.
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