La decisión republicana sobre la inmigración
El Presidente Trump y la inmigración, y en cada ocasión sus partidarios se enojan porque no creen que merezca la calificación de antiinmigrante que le confiero. Me dijeron que mentía descaradamente ya que Trump se oponía a la inmigración ilegal porque creía en una nación regida por las leyes, pero que eso no lo volvía intolerante con los inmigrantes en sentido general, siempre y cuando cumplieran las normas.
Este argumento me hizo reflexionar. Mi opinión se basaba principalmente en la retórica iracunda de Trump, que me parecía evidentemente xenófoba.
Sin embargo, también era cierto que, en teoría un candidato puede proponer políticas drásticas para disuadir la entrada a los inmigrantes indocumentados y potencialmente peligrosos, como construir un muro en la frontera mexicana y negar el paso a los refugiados de países con un gran riesgo de infiltración terrorista, sin dejar de creer en el valor esencial que representa la inmigración controlada.
De hecho, Trump había abogado exactamente por ese equilibrio. En una entrevista concedida al sitio web conservador NewsMax justo después de las elecciones de 2012, arremetió contra la idea de Mitt Romney de “auto-deportación” considerándola “macabra”.
“Deja de lado a todos los que están ilusionados con venir a este país”, dijo Trump en aquel momento. “Los demócratas no tienen una política para lidiar con los inmigrantes ilegales, pero lo que sí tienen a su favor es que no son tan mezquinos al respecto”.
Sin embargo, el primer año de Trump en el cargo me ha confirmado que mi instinto no se equivocaba: la actitud de Trump hacia la inmigración no es realmente tan sutil ni tan humana. Los republicanos tendrán que decidir si su partido todavía quiere representar algo más que la visión retrógrada del mundo que él encarna.
No digo esto únicamente porque esta semana el presidente haya decidido eliminar las protecciones especiales a los inmigrantes que llegaron al país cuando eran niños. Aunque creo que la política de Trump está mal encaminada, no considero que su razonamiento sea del todo superficial o falso.
Trump está en lo cierto cuando afirma que es mejor que la política de inmigración sea diseñada por un Congreso auténtico y funcional y no a base de un decreto de un comité ejecutivo, que está destinado a ser temporal y, por lo tanto, desestabilizaría a todos los afectados. El Presidente Obama probablemente estaría de acuerdo con esta idea y le habría encantado firmar una legislación razonable que protegiera a los llamados “Dreamers”, si el Congreso hubiera pasado un decreto que representara un compromiso mínimo.
Realmente no existe una buena razón para que las mayorías en el Congreso opten por no respaldar un proyecto de ley que proteja a los niños que han crecido en Estados Unidos y destine fondos para la seguridad fronteriza. Si la postura de Trump obliga a los partidos a hacerlo, entonces merecerá el crédito por devolver la responsabilidad legislativa al sitio donde debe estar.
Pero esa decisión no se puede analizar de forma aislada. También hay que considerar el apoyo entusiasta de Trump, en un discurso que ofreció en la Casa Blanca el mes pasado, a un plan para reducir la inmigración legal, echando por tierra décadas de medidas bipartidistas que les facilitaron a los inmigrantes traer a sus familiares al país y que abrió las fronteras de Estados Unidos a los refugiados perseguidos.
No estamos hablando de terroristas potenciales o de mulas de drogas que cavan un túnel bajo el desierto en la oscuridad de la noche. Estamos hablando del tipo de inmigrante trabajador y dispuesto a asumir riesgos, sin los cuales la mayoría de nosotros no estaríamos aquí debatiendo estos temas hoy. Esto incluye a los abuelos de Trump y a su madre, quienes emigraron a finales del siglo XIX o principios del siglo XX.
También hay que prestarle atención a los increíbles comentarios que hizo recientemente Stephen Miller, el joven consejero que parece dirigir más fielmente a Trump sobre estos temas culturales, y que cada vez que aparece en público suele tener un mensaje chocante.
En esta ocasión, Miller, quien se parece a ese estudiante engreído y provocador del seminario de filosofía de último año a quien todos querrían lanzar por la ventana de la biblioteca, dio una conferencia sobre la historia de la Estatua de la Libertad. Señaló que las palabras tan enraizadas en nuestra conciencia nacional: “Dame a tus rendidos, a tus pobres, a tus masas hacinadas”, llegaron años después de haber presentado la estatua y que, por tanto, considera que en realidad no son tan relevantes.
Así, se convirtió en el primer portavoz de la Casa Blanca de la historia, aunque no en el primer blanco nacionalista, en desestimar el credo estadounidense sobre la inmigración considerándolo una obra de la propaganda. No sé cómo los antepasados de Miller terminaron viviendo en Estados Unidos, pero supongo que no iban a bordo del Mayflower.
El creciente cúmulo de evidencias no deja lugar a dudas. Trump no está resentido por la inmigración ilegal porque esta hace que el país sea más inseguro o porque sea injusta para los inmigrantes trabajadores que respetan las normas, abrazan nuestras leyes e ideales y renuncian a todo lo que han conocido por el futuro de sus hijos.
Trump está resentido con los inmigrantes. Punto. Es un neo-nativista. Su “América primero” en realidad significa “solo estadounidenses”.
Su discurso sobre combatir a los extranjeros furtivos que roban trabajos y amenazan a las comunidades es una historia simplista destinada a despertar viejas pasiones y prejuicios. Su objetivo no es restaurar el orden y la legalidad, sino incitar al desorden y al miedo, cosechar la adoración ciega de aquellos que le temen a lo desconocido.
Esta es la razón por la cual, mucho antes de que se postulara a la presidencia, Trump emprendió una cruzada atacando injustamente el linaje de Obama. No era solo porque intentaba alimentar sus propias ambiciones políticas. Fue porque si crees que los extranjeros son la causa de los problemas económicos y sociales, es lógico que el presidente al que tanto desprecias también sea un extranjero.
Esta visión del mundo coloca a Trump fuera de la tendencia principal de sus predecesores republicanos, y no es una casualidad. Ronald Reagan firmó una ley que les concedía la amnistía a millones de inmigrantes indocumentados. George H.W. Bush amplió la inmigración legal. George W. Bush convirtió el acercamiento a los inmigrantes en una pieza central de su “conservadurismo compasivo”.
El argumento intelectual del conservadurismo cultural, con su rechazo a las políticas de identidad y la diversidad por cuotas, idealiza nuestra tradición de aceptar a los inmigrantes. Sostiene que seguimos siendo la sociedad del crisol que acepta a todos los que adopten nuestras costumbres y credos nacionales, asegurando la igualdad de oportunidades, aunque no la igualdad de resultados.
Trump no está en esa sintonía. Pretende retomar la facción Buchanan del partido, la de Pat, no la de Daisy. No cree que exista espacio para un crisol en un mundo donde las fábricas se reubican o se cierran, donde los terroristas se preparan en la oscuridad y la mayoría de los inmigrantes no son blancos.
No es un problema sencillo. La inmigración es más difícil de vender en un imperio en peligro que en una próspera incubadora de clase media. No es mera coincidencia que el auge de Trump coincida con el ascenso de otros movimientos nacionalistas en el mundo, donde los trabajadores se sienten amenazados por industrias en declive y fronteras permeables.
Sin embargo, los republicanos tienen que elegir. Pueden mantenerse firmes al argumento conservador tradicional o pueden permitir que Trump transforme su partido. Pueden defender nuestra identidad esencial como nación de inmigrantes o pueden culpar a los extranjeros por todo lo que afecta a nuestra sociedad.
Lo que no pueden hacer, nunca más, es decirme que este presidente navega en ambas aguas.
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