Juárez frente a la muerte



Por Alejandro Rosas


Acostumbraba caminar por los pasillos del Palacio Nacional acompañado por alguno de sus ministros.

Con su levita negra, el semblante sereno y con las manos a la espalda, el presidente conversaba pausadamente.
En ocasiones, al caer la tarde, cuando las actividades administrativas habían concluido, caminaba solo hasta sus habitaciones.
Su sombra parecía surgida de las entrañas del más allá. Más que alma en pena, Benito Juárez cargaba una pena en el alma. El último año y medio había sido difícil.
Aunque su rostro se mostraba impasible, su corazón estaba roto. Extrañaba a su amada Margarita, fallecida en enero de 1871.
Don Benito nunca dejó de pensar en ella. Por sobre todas las cosas admiró su fortaleza espiritual para enfrentar -con todo e hijos- un largo exilio en Nueva York durante los años de guerra contra el imperio (1864-1867).
Fue una mujer comprensiva de quien sólo recibió apoyo, incluso hasta para ayudarlo con el moño de la corbata cuando se desesperaba:
-¡Ay hijo, pero que inútil eres!
Le decía cariñosamente Margarita, al tiempo que sus manos trabajaban sobre la corbata para colocarla finalmente en su lugar.
Los esposos sólo pudieron gozar cuatro años de la paz alcanzada por la república. Luego de la muerte de Margarita, Don Benito decidió establecer su domicilio en el ala norte del Palacio Nacional.

En julio de 1872, comenzó a sentir malestares en el corazón; una afección cardiaca diagnosticada tiempo atrás volvió a presentarse y Don Benito se dispuso a recibir a la muerte en su propia alcoba.
Indudablemente la vida en Palacio Nacional le sentaba a Don Benito. No por las comodidades a las que podía aspirar, la seguridad del recinto o la facilidad de trasladarse en un santiamén de sus habitaciones al despacho presidencial.
Juárez encontraba en aquella construcción la historia del poder, el ejercicio de la autoridad, el centro de gravedad de la política nacional.
Le reconfortaba ser parte medular, piedra angular de esa historia. Un presidente republicano heredero de una larga tradición de poder no podía hallarse en ningún otro lugar mejor que en las habitaciones particulares del Palacio Nacional.
En los primeros días de julio de 1872, el corazón de Don Benito empezó a fallar. Ya no era el dolor por la irreparable pérdida de su esposa. Era la enfermedad que lo devoraba por dentro.
El día 8, Juárez fue visitado por 20 niños huérfanos que deseaban conocerlo para agradecerle los recursos otorgados a su orfanatorio. Llegaron de improviso  el presidente no tuvo empacho en recibirlos en una de sus habitaciones. El encuentro parecía familiar, no había escoltas ni aparatos de seguridad, mucho menos protocolo que seguir.
Don Benito tomó asiento y de inmediato fue rodeado por los niños que le hablaban todos al mismo tiempo. El presidente sonreía y trataba de prestar atención a cada uno. Después de media hora de conversación, el director del orfanatorio dispuso la partida y Juárez entregó a cada niño un peso para que compraran fruta.
Cuando se despedía del último pequeño “se llevó la mano al corazón y se recargó contra un mueble
-escribió el director de la institución-; en su semblante se notó la palidez y un ligero gesto que hizo, me dio a comprender que algo extraordinario le pasaba; le pregunté si quería  que avisara a sus ayudantes y me dio las gracias, diciéndome que no era nada, que había sentido una ligera punzada en el corazón.”
Juárez no prestó mayor atención a su malestar -a pesar de que en marzo le habían diagnosticado angina de pecho- y continuó haciendo su vida normal.
En los siguientes días ya no salió de su morada en Palacio Nacional, sólo dejaba sus habitaciones para trasladarse a la parte donde se encontraba su despacho y el resto de las oficinas de la administración pública. Desde ahí resolvió diversos asuntos cuyo estudio suspendía para comer en casa.
Hasta la víspera de su muerte, Don Benito comió generosamente. El Lunes 16 de julio, la cocinera del palacio le preparó un suculento menú que incluía sopa de tallarines, arroz con huevos fritos, bistec con frijoles acompañado  de una salsa de chile piquín, fruta y café. Por si fuera poco, tomó media copa de Jerez y saboreó algo de pulque. Al caer la noche se abstuvo de cenar pero no se negó a una copita de rompope.
Luego de leer algunas páginas del libro Curso de Historia de las legislaciones comparadas de M. Lerminier, se retiró los anteojos, apagó la pequeña lámpara que iluminaba su recámara y durmió como un bendito. A lo lejos se escuchaba el grito de la guardia que hacía su ronda.
Juárez construyó una nueva dignidad en torno al Palacio Nacional. Lo revistió de austeridad; le imprimió su sello personal y lo hizo respetar. La vieja construcción conoció verdaderamente la identidad republicana.
Con un sueldo de 36mil pesos anuales, Don Benito vivió sencillamente, jamás se dio al lujo o al dispendio.
Concibió al poder como servicio y así vivió hasta el final de sus días.
A propósito de malas costumbres -escribió en “Apuntes para mis hijos”- había otras qué sólo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernantes.
“Las abolí porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder y no de trajes ni aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro”.
La última vez que Don Benito se presentó en las oficinas presidenciales fue el 17 de julio de 1872.
Al día siguiente no pudo salir de su habitación. Durante la noche los dolores en el pecho se habían agudizado. Pidió a su familia que no hablaran con nadie de su estado de salud.
Todavía tuvo fuerza por la tarde para recibir en su recámara a varios de sus ministros y hablar con ellos asuntos públicos, como si nada pasara.
Cerca de las 7 de la noche, Don Benito no pudo más; la angina de pecho dobló su voluntad y el presidente cayó en cama.
Para combatir los intensos dolores en el corazón -que por momentos parecían detener para siempre su marcha-, los médicos aplicaron sobre el pecho de Juárez agua hirviendo, esperando la reacción del músculo cardiaco. La piel parecía desintegrarse por la elevadísima temperatura del agua, pero el presidente aguantó firme la aplicación de los fomentos en dos ocasiones.
Sin embargo, ya no había nada que hacer. Médicos, familiares y amigos esperaban el trágico desenlace en cuestión de horas. Juárez tenía por entonces, 66 años de edad.
“Momentos antes de morir -señala una nota de El Federalista del 20 de julio de 1872- estaba sentado en tranquilamente su cama; a las once y veinticinco minutos se recostó sobre el lado izquierdo, descansó su cabeza sobre su mano, no volvió a hacer movimiento alguno, y a las once y media en punto, sin agonía, sin padecimiento aparente, exhaló el último suspiro”.
Miles de personas acudieron a darle el último adiós a Benito Juárez.
Era tal la cantidad de gente que desfiló frente al catafalco que fue necesario apuntalar el piso del salón de Embajadores para evitar un hundimiento o un derrumbe.
En el Palacio se conservaron los efectos personales del presidente y su mascarilla mortuoria. Con el tiempo pasaron a formar parte de su propia historia.
La estatua de Juárez que se encuentra en el patio Mariano, fue fundida con los cañones que los liberales le arrebataron al General Miramón en Calpulalpan y con los obuses que sirvieron para la defensa de Puebla durante el sitio de 1863.
En el Palacio Nacional, en las habitaciones del presidente, se fundió la historia personal de Don Benito con la gran  historia nacional.
La última escena, descrita por el reportero de “El Federalista” no pudo ser más conmovedora:
“Le contemplamos con una emoción que no trataremos de describir, en su recámara, encima de su cama de bronce, vestido de negro, pálido, pero con la fisonomía tranquila, sin contracción alguna y pareciendo más bien dormir con el plácido y pasajero sueño de la vida, que con el eterno y profundo sueño de la muerte”.

0 comentarios:

Copyright © 2013 Aquí y ahora and Blogger Templates - Anime OST.