Frente al malestar con la sentencia, la desobediencia civil


Concluyó el litigio por la presidencia. Telegráficamente se puede decir: el PRI y Enrique Peña Nieto ganaron.

Muchos otros pensamos que vencieron pero no convencieron de su triunfo y, los que vimos toda la jornada de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación sabíamos de antemano cuál iba a ser el sentido del fallo final. Como siempre que hay unanimidad surge la sospecha del por qué, en asuntos tan polémicos y debatibles jurídica y doctrinalmente, ninguno de los carísimos magistrados puede arribar a conclusiones diferentes de los preconizadores de la ponencia mediante la cual se somete a debate y decisión el diferendo planteado, en este caso de superlativa importancia por involucrar el máximo poder que un solo hombre puede tener en la república: el casi monárquico presidente mexicano.
No porque me quiera curar en salud, advierto que es prematuro lanzar una opinión lapidaria de discrepancia con el fallo. Ya habrá tiempo, si se requiere, para ver a plenitud la sentencia votada esta semana. Empero, eso no impide que exprese dos o tres primeras impresiones. Empiezo con una que me parece fundamental: la vieja escuela jurídica mexicana reaparece, igual que antes lo hizo al servicio del poder y los últimos años al acendrado autoritarismo. Así, aborda el expediente y lo falla dejando fuera los asuntos fundamentales que un tribunal constitucional está obligado a escudriñar para que se sepa la verdad como en otras partes del mundo se ha consagrado y además se actualiza como algo esencial para el fortalecimiento de la democracia que se sustenta en un demos que decide su representación de manera libre y autónoma.

Pareciera que los magistrados no van más allá de una visión privatista que dispone: el que afirma un hecho debe probarlo, como si se tratara de un divorcio o de un juicio de reivindicación de un predio rústico. Tampoco dar una solución de cosa juzgada satisfactoria a la acusación que se centra en la violación de los principios constitucionales, en la idea de que esos están ahí pero mientras no se reglamenten a detalle se les confiere la pureza de un ideal inalcanzado e inalcanzable. En este caso, observar exclusivamente las nulidades específicas que la ley secundaria previene y desglosa y no más allá. Uno de los magistrados realizó un pausado discurso, hablo de Constancio Carrasco Deza y no obstante que habló de la búsqueda de la verdad por el tribunal constitucional y reconocer que el tema de la ingerencia de Banca Monex y Soriana aportarán elementos para perfilar esa verdad, se desbarrancó a la hora de las conclusiones y particularmente del voto por la ponencia de la que formó parte, dando pie a las palabras del orador final, Alejandro Luna Ramos, presidente del órgano colegiado, y que más pareció un jilguerillo, que con salivita en su índice y todo hojeó su discurso, más propio de un evento del PRI que de un adusto y sesudo magistrado de un tribunal constitucional. Que después se sepa la verdad y sólo genere una multa al PRI, qué importa, si ya tendrán la Tesorería de la Federación para sortear el percance o el apoyo de otro banco; en fin, eso poco le importa a un tribunal acostumbrado a ver con lupa la literalidad de la ley, desentendiéndose de los principios constitucionales, por una parte y no se diga de la propia historia de este país de truculencia electoral.
Vamos, no estuvieron a la altura del fallo que elevó a Calderón hace seis años porque aquél, cuando menos, reconoció irregularidades profundas que luego se tradujeron en reformas también muy importantes. Aquí no hubo eso, los magistrados parecían más preocupados por desechar las pruebas que no hacen prueba, que en demostrar que conocen el país en que viven y actuar como instancia suprema inapelable de una controversia de carácter histórico.
No se pusieron a pensar que el hombre y la mujer de pie en este país tuvieron ante sus ojos un proceso que nadie se los platicó, lo vivieron, y en algunos casos, lo padecieron. Pongo un ejemplo, el nombre de Chihuahua relució en varias ocasiones para decir que el gobierno local salía impoluto de las acusaciones por más que aquí, un día sí y otro no, veíamos no al PRI en la campaña sino al poder mismo, con todas sus prácticas de coacción y clientelismo prototípicas en el quehacer y desempeño de lo que sólo por un eufemismo llamamos partido político. Hablaron de la prueba como algo fundamental, pero a la hora de la hora sólo tuvieron argumentos para desechar las limitaciones de las que ofreció el Movimiento Progresista, que no dudo que esas limitaciones están ahí, como no dudo que el proceso real de decisión del poder presidencial avanzó en medio de una competencia plagada de inequidades, disfrazadas muchas de ellas con el recurso del fraude a la ley.
La sentencia puso fin al litigio, al viejo diferendo que aparece de elección en elección. Pero de ninguna manera tendrá ese efecto pacificador de los buenos fallos mediante los cuales se establece la cosa juzgada. La disputa por la nación continúa y, lo reconozco como algo esencial, abre el dilema en el que se debate la izquierda cuando se trata de establecer el perfil de su compromiso con la legalidad, que nunca es sinónimo de sumisión o abyección.
Vendrá una resistencia, claro, formaré parte de ella sin duda y sostengo que más temprano que tarde todo esto hará crisis y de esa crisis quiero ver brotar una democracia consolidada, no una democracia con un conflicto sexenal ahora, una parchología legislativa inmediata, para pasar a otro conflicto electoral y a otra parchología. Como si construir la democracia en México fuera el castigo al que se condenó a Sísifo.
La alternativa habrá que buscarla no en la revuelta ni en la violencia. Habrá que vertebrar la desobediencia civil, para poner por encima de todo la premisa de que el poder se sustenta en la aquiesencia de los ciudadanos, su admisión voluntaria, para decirlo coloquialmente, y nunca mediante la vía del engaño y la dominación ejercida por infinidad de vías y caminos. Ha de ser una desobediencia que en sucesivas jornadas exalte el respeto al Estado de Derecho, el compromiso más fuerte con la legalidad y la discrepancia más rotunda con la clase política dominante, con el ejercicio de su poder, hoy encabezada por Enrique Peña Nieto. Que se sepa con hechos y acciones que somos desobedientes, que transgredimos normas jurídicas y que estamos dispuestos a ir al castigo que la misma ley establece, si eso es necesario, pero nunca más vivir en una democracia de fachada, en la que con el fraude a la ley se nos quiere convencer de una obediencia debida que lejos de hacernos ciudadanos de mayor nivel nos arroja al cinismo,
al cretinismo y a la servidumbre. Esta desobediencia tiene una gran legitimidad: lucha por un México mejor y no para encaramar a nadie al poder.

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