La Pascua de Chihuahua

Chihuahua lleva muchos años de viernes santo, cuando menos doce, más intensos los últimos cuatro. Años de pasión, es decir, de padecer, de sufrimiento, de muerte,  para las y los creyentes, para las y los no creyentes.
Ha habido muchas muertes que pudieran haberse evitado: cuando menos los cerca de quince mil homicidios dolosos, o las muertes por hambre en la Sierra Tarahumara, o  las mujeres que mueren por parto, pues somos de los estados donde más madres fallecen al dar a luz. O las muertes por suicidios o por accidentes automovilísticos en las que también ocupamos los primeros lugares nacionales. O las probables muertes de las decenas de mujeres, de muchachas desaparecidas; de las personas que han sido víctimas de desapariciones forzadas.
También es una realidad de muerte todo el sufrimiento acarreado por las violaciones, los secuestros, las extorsiones, los robos de vehículos, los “carjackings”, los asaltos, los robos a nuestras casas, por los abusos de los cuerpos policíacos y de los militares,  por el terror y el stress que todo esto nos provoca. Sentimos como que algo se muere dentro de nosotros cada vez que padecemos esto.
 También hemos sufrido si no la muerte, cuando menos la agonía o el deterioro de muchas de nuestras relaciones. En las comunidades rurales la vida colectiva se ha menguado por el miedo; lo mismo que muchas de las actividades comunitarias en las ciudades. Nuestra convivencia  se ve lesionada porque nos encerramos en nosotros mismos por el temor.
Buena parte de  nuestra vida económica ha desaparecido o se ha disminuido dramáticamente. Hemos perdido alrededor de cien mil empleos. Han cerrado miles de negocios por el terrible círculo violencia-crisis económica. Decenas de miles de gentes han tenido que dejar sus hogares; decenas de miles de viviendas están abandonadas. Nuestra economía se ha encogido brindando menos satisfactores y más dificultades a las familias.
No sólo eso: la naturaleza de nuestro estado pega gritos de dolor: atravesamos por la peor sequía en más de un siglo. Muchos de nuestros mantos acuíferos se encuentran agotados o sobreexplotados. Nuestros bosques están devastados, erosionados nuestros suelos y raquíticos nuestros pastizales. Muchas especies animales y vegetales han desaparecido o están en vías de extinción. De la Cascada de Basaséachi, uno de nuestros orgullos paisajísticos, no queda sino un mísero hilito de agua.
Precisamente porque hemos llegado al fondo de las tinieblas, de la violencia y de la muerte, necesitamos salir, tenemos la conciencia, la urgencia que es necesario salir, pasar de ahí.
La Pascua es un concepto judeo-cristiano que significa “paso”, tránsito de la muerte a la vida, de la esclavitud a la liberación. La dialéctica humana del morir y del vivir.  Así lo intuyó incluso el gran filósofo Hegel, un viernes santo cuando estudiaba en un seminario protestante. Entre más sentimos la muerte, entre más sufrimos, más fervientemente deseamos la vida. Por eso, seamos creyentes o no, podemos buscar que esta Pascua sea una convocatoria para transformarnos y transformar.
Por un lado, como ciudadanos, debemos cambiar nuestra relación con el gobierno. Es indudable que hemos de exigir a quienes ejercen el poder o lo buscan compromisos concretos, efectivos, evaluables, exigibles para crear las condiciones que reduzcan al máximo la violencia y la muerte en todas sus dimensiones y manifestaciones. Programas, leyes, políticas, presupuestos, diametralmente diferentes a los que causaron las múltiples crisis que ahora padecemos, que hagan efectivos el fin de la impunidad y el principio de la justicia que se nos debe en todos los aspectos, que ataquen las raíces sociales de las violencias.
Por otro lado, necesitamos transformarnos, crecer como personas y como comunidad humana. Como señala el teólogo brasileño Leonardo Boff: “… hay una dimensión subjetiva y espiritual que refuerza la búsqueda de la paz. Es la capacidad de perdón y de olvido de viejas disputas y conflictos. “  Esta dimensión echa sus raíces en el encuentro profundo consigo mismo, con el “hilo conductor”, citando de nuevo a Boff que nos liga a todos los seres, desde las partículas subatómicas hasta las galaxias de galaxias. Este es el principio de la paz espiritual.
Requerimos también convertirnos en una “sociedad del cuidado”, no de cuidado, como somos ahora. El cuidado entendido como la capacidad de acoger, de responsabilizarnos de todos los seres que nos circundan, no sólo de nosotros y de nuestra familia; de preocuparnos por lo que le sucede a nuestra comunidad, sobre todo a los más vulnerables, a nuestro medio ambiente, a la naturaleza que nos hace posibles. Dice el premio Nobel de Economía, Amartya Sen que las sociedades más prósperas son aquellas donde hay una preocupación más difundida por que no haya extremos de pobreza. Así podríamos decir que las sociedades menos vulnerables al cambio climático son aquellas donde está más difundida la preocupación por conservar el agua, los bosques, los pastos, los animales.
De nuestra capacidad de transformarnos, de transformar, depende que nuestro sufrido Chihuahua empiece a ver el fin de este interminable Viernes Santo y el principio de la tan anhelada resurrección.

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