El muro de Trump
En un reciente homenaje a Abraham Lincoln (otro presidente republicano, cuya leyenda y legado trasciende al bipartidismo norteamericano), Barack Obama realizaba un llamado urgente al sentido común en una suerte de lamento que se resume en el axioma de que es tiempo de que los electores elijan a sus candidatos y no al revés; es decir, la parafernalia electoral, el gran circo de las primarias, el enredado entramado de los colegios electorales, la publicidad poblada por golpes bajos y los millones de dólares que se gastan no sólo los partidos sino los individuos que se avientan al ruedo (o rodeo) están ya anclados en un ánimo donde cada candidato (todos los posibles, todos los que se creen posibles e incluso los verdaderos políticos con posibilidades) arman sus campañas a la caza de un elector específico, un elector-tipo al que nutren con consignas y promesas, proyectos y programas con la garantizada esperanza de que sus votos se deciden por unas leyes de mercado mecanizadas a priori. Lo que quizá faltó subrayar en la celebración de Lincoln (considerado por Obama y no poca gente inteligente como el mejor presidente que ha tenido esa nación) es que en el amanecer del siglo XXI se calculan más o menos cincuenta millones de imbéciles o ignorantes empadronados como electores que creen a pie juntillas no sólo las enardecidas bravatas de un demente como Trump, sino que ven absolutamente viable sus aspiraciones al frente del país más poderoso del planeta (ejército, economía, medios, moda, cultura, comida chatarra y un largo etcétera incluidos).
Supongo que a más de cincuenta millones de norteamericanos y a no pocos habitantes de cualquier país se les puede vender la urgencia de rodear a México con un muro infranqueable si los argumentos se sustentan en un constante bombardeo de la peor imagen de México.
El innegable alud de malas noticias, baños de sangre, corrupción, hipocresía, abusos, ilegalidad, etc., que inunda al mundo con la peor imagen de México pasa por alto precisamente a lo mejor de un país que lleva siglos de ejemplar grandeza cultural, literaria, gastronómica, natural y humana mucho más allá del mariachi, la máscara de los luchadores, los burritos en tortilla dura predoblada y demás lugares comunes con los que se ha apuntalado una nefanda ignorancia, por demás imperdonable y cada vez menos justificable tratándose de un todo un mundo que les queda de vecino, pero si de muros se trata habría que contemplar la posibilidad de que lo que necesita un loco miope y astigmático como Trump (y sus seguidores) es precisamente un parapeto desde donde podrían observar mejor a México.
Si me hacen saber exactamente los presupuestos (y me permiten negociar plazos), yo mismo pago el muro de Trump para que se asome a México y se quede mudo. Hagamos una pasarela de veinte metros de alto para que más o menos cincuenta millones de gringos se enteren de cómo le hacen millones de mexicanos para vivir existencias plenas, trabajos responsables, esfuerzos encomiables y verdaderos milagros de presupuesto familiar en una tierra asediada por abusos constantes, mordidas no sólo de policías, políticos ineptos, desfachatez engreída de quienes se creen poderosos, narcotraficantes enaltecidos como héroes y mucha pero mucha basura telenovelera.
En realidad, si me dejan levantarle un muro a Trump, lo primero que viene a mente es bardearle la boca, tapiar su pretensiosa torre horrenda en Manhattan e incluso asegurar con encerrarlo la imposibilidad de que cientos de mexicanos e hispanoamericanos hagan la limpieza en sus pisos, la reparación de sus elevadores, la cocción y servicio de comidas, el lavado de platos, las contabilidades de sus finanzas y no pocos renglones de su diversa actividad empresarial que ni él mismo es capaz de reconocer y prever que se le vendrían abajo con su descabellada amenaza de construir su cortina de nopal.
Pensar así sería abonar la ira que desata su agresivo discurso y rebajarse al mismo nivel de demencia que profesan muchos de sus seguidores y, como dijo Cantinflas, allí está el detalle: tanta palabrería vomitada por un millonario (otrora popular en un deplorable programa de concursos) puede desencadenar no sólo la peor cara de las muchas que tienen los electores norteamericanos, sino también una respuesta directamente proporcional entre los afectados por sus golpes… y quién sabe hasta dónde pararía esa vehemencia de llegar a desatarse: tanto hartazgo contra México o contra el establishment de Washington, tanta utopía como placebo contra sus propios impuestos y tanta ignorancia sobre las muchas verdades del mundo más allá de sus muros, pueden hipnotizar aún más a la cervecera ignorancia, el confundido patriotismo y esa engreída superioridad cuasideportiva que farda el peor tipo de gringo en circunstancias diversas.
Mejor, responder con una calma somnolienta (tal como nos imaginan dormidos bajo el sombrerote y recostados contra un nopal) e intentar responder a su utópico proyecto de muro con un sueño a la mexicana (así, en la peor versión de la mexicanidad): nos comprometemos a pagar la construcción del muro (tres mil quinientos kilómetros de largo, veinte metros de alto) con diversos préstamos multimillonarios para cubrir los gastos que implica la gesta (pagaderos en cómodos quinquenios renegociables y con intereses amables en pro de la vecindad); sugerimos privilegiar el uso de adobe y la decoración por ambos lados con grafiti multicolor (por razones estéticas milenarias) y nos reservamos el control de todo mecanismo de seguridad con alambritos, afianzando cables con harapos. Ofrecemos relevos intermitentes de albañiles, yeseros, plomeros, pintores y carpinteros para resanar humedades, aplanar paredes, pulir laminados, desempañar ventanales y desempolvar ventilas (en ambos lados del megamuro México) y como homenaje a Abraham Lincoln nos comprometemos a terminarlo en four score and seven years, más o menos 87 años. Una vez terminado, hacemos una cita y a ver si podemos hablar.
(Agencias)
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